Síndrome del Impostor

Nunca se consideró un tipo alegre. Tampoco triste. Pero últimamente la resonancia melancólica abunda a su alrededor. Ese olor almizcleño. Ese sabor como a sándalo, pero con un sutil y permanente regusto amargo. Sus ayudantes tardan cada vez más en encontrar muestras de hormonas tiroideas. En la era de la depresión, le dicen que solo encuentran cólera. Putos inútiles.

Coge una de las probetas llenas de sangre, la que está marcada con el triángulo de la tierra. Abre un cajón para buscar el ingrediente complementario. Esta es su parte preferida, en la que se abandonan las fórmulas y entra la creatividad. Hoy probará con lágrimas de divorciado. Le costó una larga y aburrida conversación sobre su ex, y espera que merezca la pena el esfuerzo. La mezcla resultante está demasiado diluida, así que usa médula de pescado para espesarla. Las texturas son importantes en esto.

Se inyecta la solución, directamente en la carótida. Lleva unos meses pensando en dejar de ser su propio horno. Sería más seguro. La última vez se le derritió media cara. Tuvo que esperar ocho días a que cada cosa se pusiera en su sitio. A eso súmale el tiempo de asesinar al camello que le mintió sobre la pureza de la farlopa y deshacerse de su cadáver. Pues aun así, se lo sigue inyectando todo. Es la mejor forma de sacarle el potencial a los efectos, dice. 

Esta vez no ocurre ninguna tragedia. Pero tampoco ninguna maravilla. El olor a almizcle empieza a ser insoportable. No hay discrasia. Hay nostalgia, remordimiento, algo parecido al luto. El recuerdo evanescente de la ex del tipo de las lágrimas. Pero nada intenso. Empieza a pensar que el problema está en el lugar. Este puto pueblo, esta puta ciudad. Joder, por estadística ya debería haber encontrado algo. Un lugar donde no hay discrasias es un lugar mediocre, punto. 

No, eso solo es una excusa. Quizá él es el mediocre. Quizá sus apuntes no valen una mierda, sus manuales medievales son falsificaciones, o simplemente es un puto inútil sin el talento para interpretarlos. Inútil, puto inútil, no vales nada. Joder, pues al final sí que le ha dado fuerte el chute. Pero no lo suficiente para llegar a la discrasia, de eso cree estar seguro. Coge un lápiz y apunta. “Pensamiento principal: síndrome del impostor”. Subraya esta última palabra. “Intensidad del temperamento: potencialmente agudo”. Bueno, tampoco ha sido una pérdida de tiempo.

Entonces algo le alerta. Una idea fugaz. ¿Cómo era? Síndrome del… ¿Sabes eso de que llevas mucho tiempo sentado, te levantas rápido y te da un mareo? Todo empieza a darle vueltas, y se cae redondo al suelo. Convulsiones. Posición fetal. Lágrimas. Carótida incandescente. Nostalgia, remordimiento, algo parecido al luto. Alquimia dentro de su propio cuerpo. Grumos haciendo chop chop en sus venas. Discrasia.

Sabía que las revelaciones sobre su propia naturaleza se esconderían en la melancolía. Algunos alquimistas apuestan por el humor sanguíneo, teóricamente porque tiene que ver con la sangre como fluido místico, en realidad porque solo se ven como depredadores sexuales. Otros apuestan por usar humor flemático para potenciar su percepción y tomar atajos, y es que incluso después de muertos los hay perezosos. No, sabía que se equivocaban. Ahora lo entiende. Los vampiros son, en esencia, impostores; los impostores, por naturaleza, tienden a ocultarse; y la tristeza hace que quieras quitarte de enmedio. Los conceptos son importantes en esto.

Pero en esas disertaciones mercurianas reflexionará más adelante, porque todavía sigue tirado en el suelo, llorando. Tardará un par de noches en volver de donde quiera que haya ido, a esa parte tan profunda de su psique. Donde solo huele a almizcle, a sándalo amargo. Ahora solo llora, escondido en sí mismo. Es lo que provoca explorar tu propia naturaleza, cuando eres un vampiro. Un impostor. Un sangre débil, impostor entre impostores.

Los días pasan, y antes de volver, antes de dejar de llorar, tiene una última revelación. Lleva una inmensidad de tiempo en una balsa, sediento, varado sobre un océano de lágrimas. El cielo se oscurece, y una brutal tormenta lo acaba tirando al agua. Tiene que pelear por mantenerse a flote. Entonces la ve, saliendo de entre las nubes, cayendo en un vuelo picado hacia él. Por supuesto, tenía que ser ella. La cazadora emplumada. ¿Viene a salvarle? Siente que se está ahogando. Que le empujan hacia abajo. Que le matan lentamente. Siente que se está ahogando. Siente que está vivo.

Una vez despierto, nota que el olor almizcleño ha desaparecido. Se incorpora y se seca las mejillas, aún húmedas, con el dorso de la mano. Para su sorpresa, ve que no está manchado de rojo. Ha llorado lágrimas… ¿reales? Impostor, piensa sonriendo. Tiene una idea clara, algunas respuestas y muchas más preguntas. Está satisfecho. Lo único que lamenta, habiendo soñado con ella, es que la discrasia no fuera sanguínea. Otra vez será.

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