Plomo, arena y sangre

Los meses de duro trabajo han pasado como el suspiro de un niño. Es lo que tiene el tiempo cuando eres inmortal o estas enfrascada en cuerpo, alma y mente en tu obra. Pero ha merecido completamente el riesgo y la pena. Cada gramo de arena, cada onza de plomo, cada mililitro de esmalte y cada litro de sangre consumido han traído a la vida una creación única. Lo mejor que ha hecho sin duda Nora Beran en todos sus años como artista de una profesión tan desagradecida para un miembro de la estirpe como son las vidrieras. No importa, no le importa, un artista de verdad se debe a su arte por encima de todo. Le da igual que su arte sea una amante cruel y esquiva.

Las coloridas y oscuras piezas de lo que serán las imponentes vidrieras de la catedral la contemplan desde el suelo del viejo almacén subterráneo donde lleva encerrada los últimos meses enfrentándose al fuego, al miedo a fracasar y a la impasible mirada de su celadora (o guardiana, aún no lo tiene del todo claro y teme que nunca lo sabrá). Tal como ha colocado las piezas del delicado vidrio sobre las lonas del suelo, casi puede imaginarlas en todo su esplendor, con una luz espesa como la miel derramándose a través de ellas e iluminando a los humanos con la gracia de Dios. Casi hasta le hace gracia que los mortales puedan sentir más cerca a su Dios gracias a su arte, pues al fin y al cabo por sus venas corre la maldición de Caín, el primer asesino, condenado por el creador a vagar eternamente por este mundo de tinieblas.

Nora sabía que este momento llegaría, el momento de culminar su trabajo e irse de aquel lugar. Ese era el trato con aquella peligrosa mujer y el forastero de ojos ambarinos. Lástima, habría dado un brazo por poder ver su trabajo colocado en la catedral, pero las obras de restauración no iban todo lo rápido que le gustaría. Además no disponía de lo necesario para estar más tiempo en esa ciudad. Y no sabía si quería disponer de ello la verdad.

Salió de aquel almacén, la fría y húmeda noche sin luna la envolvió como un velo mientras su sigilosa guardiana la escoltaba hasta su coche. Una sola mirada de su guardiana le dice que eso es una despedida, mientras su figura se funde entre las sombras privando a Nora de poder decir adiós. Faltaban aún un par de horas para el alba y sabía que al día siguiente debería partir de nuevo hacia su hogar, hacia ese pequeño y desconocido pueblo de Madrid llamado Brunete. En la parte trasera del discreto, pero elegante, vehículo Nora repara en algo. Un sobre lacrado con un emblema que reconoce bien. Casi temerosa de su contenido, la Toreador sopesa el sobre en sus manos unos momentos mientras el coche avanza en silencio por la autopista.

Dentro del sobre, en una pulcra caligrafía, que ni el mejor de los programas de diseño podría aspirar a tener, reposa un grueso papel con las siguientes palabras.

“No olvides el trato. -Lady M-”

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