06 Ene La noche de los cristales Rotos
El golpe del ariete que chocó contra la puerta de la nave industrial resonó en todo el polígono, que a altas horas de la madrugada permanecía oscuro y en silencio. Una vez abierta la puerta de la ratonera ya solo quedaba la parte más divertida, arrasar con todo.
Él no era ningún novato, había barrido Europa limpiándola de una de las peores plagas que ha azotado a la humanidad desde el principio de las eras, y estaba orgulloso de ello. Los años que pesaban sobre sus hombros y las canas de su pelo eran mudos testigos de como había sobrevivido al enfrentamiento contra muchos de ellos, como siempre había salido vencedor. Dios estaba de su parte, insuflando fuerza y determinación en cada uno de sus pasos y palabras.
-Entrad ahí y matad a esa puta del Diablo.
Los soldados de Dios entraron por esa puerta igual que un enjambre de avispas que se revuelve contra quien osa perturbar su tranquilidad. Armas en mano, se expandían dentro de la nave industrial cubriendo cada hueco como ya lo habían hecho mil veces antes, una vez ellos entraban ningún vampiro saldría de allí con vida.
Era una nave industrial grande, de techos altos y terriblemente fría si no fuera por la forja que permanecía aún encendida, con unas pequeñas ascuas que se negaban a terminar de apagarse y que daban al lugar un resplandor rojizo muy acorde a lo que estaba sucediendo. Por todo el lugar, un sin fin de tablones colgados de las paredes mostraban diseños y planos de vidrieras y proyectos de todo tipo, desde lámparas a esculturas de cristal. El resultado de muchos de esos proyectos estaba sobre las mesas, como trofeos adornando un lugar solitario donde nadie salvo su creadora podría verlos.
-Monseñor, tiene que venir a ver esto.
La voz era de uno de los soldados de primera línea, que ya debería haber llegado al fondo de la nave, y que resonaba por el auricular que llevaba puesto. Con largos pasos no tardó en atravesar aquel circo de cristales y sacos de arena. No pudo evitar fijarse en una montaña de chatarra que descansaba junto a la forja, formada por casquillos de bala, fusiles oxidados y todo tipo de piezas metálicas que en algún momento fueron parte de armamento militar del bando republicano durante la batalla de Brunete. Pero no se detuvo a observarlo detenidamente, quería ver que clase de monstruosidad habían encontrado sus hombres al fondo de esa madriguera.
Los soldados ya había retirado los enormes trozos de tela que cubrían aquella cosa, redonda y gigantesca estaba apoyada en la pared del fondo. No había que esforzarse mucho para ver lo que era. El rosetón de Notre Dame descansaba en una nave industrial de mala muerte en un polígono de Brunete. El solo hecho de pensarlo le pareció insultante. Sabía que era una copia, pues el original seguía en su sitio, pero su belleza y perfección le hicieron preguntarse por un instante cuantas de las vidrieras que adornaban sus amadas iglesias habrían sido fabricadas por esa zorra. La idea le pareció aberrante y la borró de su mente antes de que fraguase.
-Destrozadlo todo y prendedle fuego al lugar. Esta claro que no está aquí o ya habría salido.
-Monseñor, hay algo más, en el cuarto de la derecha.
Al mirar a la derecha pudo ver una pequeña puerta metálica que sus soldados ya habían abierto, caminó hacia allí sin esperanzas de encontrar a su presa, pero lo que hallaron sus ojos compensó sobremanera el no poder cazarla. En el centro de la pequeña habitación pobremente iluminada había una estatua a tamaño real de un hombre, un hombre con una estaca atravesando su pecho. La piedra no era lisa y perfecta como en la mayoría de esculturas, sino que era rugosa y de un color rojizo, como el óxido. Monseñor sólo pudo soltar una carcajada ante semejante obra macabra.
-¿Sabes lo que es esto soldado? Esto que ves aquí es el creador de esa zorra. Según los archivos que se nos han facilitado esa hija de puta había matado a su creador y lo había convertido en una estatua, pero nunca me imaginé que sería en una de este tipo. ¿Ves ese color rojizo de la piedra? Son sedimentos. Lo metió bajo el agua con una estaca en el pecho y dejó de los sedimentos fueran convirtiendo a su creador en piedra. Para que después digan que nosotros somos crueles. Esto nos lo llevamos.
Con la misma rapidez y orden con el que entraron, los soldados de Dios abandonaron el lugar, esta vez cargando una estatua bien envuelta en telas. El sonido de cristales rotos a golpes sonaban en sus oídos como música celestial.
Los monstruos no pueden crear belleza, es contra natura.
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