Coto de Caza

Las nubes se movían perezosas por el cielo nocturno, guiadas por el viento que arreciaba, agitando la vegetación local. Ocasionalmente dejaban asomar la luz plateada de la luna, iluminando los rincones oscuros del paraje natural. Cuando las nubes volvían a cubrir a la luna, una miríada de ojos brillantes parecían acechar desde todas partes. Diminutos ojos como pequeños faros, blancos, amarillentos, pulsantes… Y un par de ojos que destacaban sobre el resto, más grandes, rojos, siniestros a su manera.

           Erik contemplaba lo que podía llamar su hogar, si es que algún lugar merecía esa denominación. No tenía sombrero que colgar en ningún sitio como para llamarlo hogar, pero aquel lugar se aproximaba. Era donde tenía alguna responsabilidad. Donde al parecer había gente que le recordaba. Eso siempre requiere de cierta atención. A su lado, Golfo, el inmenso perro, también observaba, con la lengua fuera, jadeando en esa extraña sonrisa perruna que realmente no tiene nada de humor.

-Tienes razón… debemos ponernos en marcha- murmuró Erik –Después de todo, volvemos a tener trabajo.

           Golfo levantó las orejas y cerró las fauces, dispuesto al momento, e inició el camino internándose en la vegetación. Prefería los caminos descubiertos, amplios, en los que poder correr detrás de una pelota azul… pero no estaban jugando. Golfo también tenía que asumir responsabilidades.

* * * * *

           En el punto de encuentro aguardaba Harold. El motero había concedido a las normas de etiqueta ciertas victorias, como no llevar la ropa manchada de sangre, o limpiar sus botas de vez en cuando. En el pequeño merendero acordado, esperaba junto a personas algo pintorescas. Vehículos dispares, cuatro además de su propia moto, se disponían en semicírculo, con las luces apagadas. De ellos habían bajado tres hombres y una mujer de aspecto selecto. Al menos todos ellos deberían pensar algo así. Harold sólo veía gente a la que castigar, y aun así, se esforzaba por sonreír. Por parecer el perfecto guía furtivo, ilegal, cómplice.

-Y bien, ¿cuándo empieza el espectáculo, Mr. Harold?- le increpó uno de ellos, con acento inglés, calvo como un melón, con unas ridículas gafas de espejo y ataviado con ropa militar.

-Deben tener paciencia. El jefe tiene sus propios horarios. Y es muy quisquilloso con su tiempo- respondió jugueteando con una púa de guitarra entre sus dedos. En algún momento había estado serigrafiada con el logo de Motorhead, pero el paso de los años la había desgastado.

-Se nos prometió una cacería especial, Harold- intervino la mujer, vestida con ropas cómodas, pero que no dejaban de parecer un uniforme de algún tipo. Recogía el pelo largo en una cola de caballo, tirante como una cuerda de piano –Una por precio de cinco ceros. No me gusta que me hagan esperar cuando gasto tanto dinero.

           Harold no llegó a responder. Él lo había notado antes, pero sus “clientes” no tardaron en ser conscientes de que había alguien más en el pequeño claro. El viento cambió de dirección quizás. O puede que una nube díscola se separase de la formación por unos momentos. El caso es que un segundo antes allí no había nadie, y al instante siguiente, un hombre de aspecto rudo, salvaje, y cara de pocos amigos, se encontraba a la espalda de los cuatro cazadores.

-Señora Ortega… eso que siente no es sino la excitación previa a la caza. No es una pérdida de tiempo… es parte de la experiencia en si- la voz de Erik llegaba como poco más que un susurro. Su mano derecha reposaba sobre el lomo de Golfo, y el hecho de que no tuviese que agacharse para ello, fue evidente para todos los presentes.

           Harold caminó de vuelta hacia la moto, mientras el jefe hablaba con los clientes. De las alforjas sacó una pequeña bolsa de lona, en la que había cuatro comunicadores. Caminó alrededor de los cazadores, facilitándoles uno a cada uno, mientras Erik repasaba el asunto.

-En realidad es sencillo. No es nada que no hayan hecho antes. No es nada que no conozcan. Los comunicadores son por su propia seguridad, en caso de que se desorienten, u ocurra algún accidente. Como ya saben, no podrán llevar sus teléfonos móviles, ni ningún otro tipo de aparato de localización… sería como hacer trampas, ¿no creen?- su sonrisa era como la de Golfo, carente de humor, un simple gesto artificial, que un ser humano podría confundir con algo afable.

-No hemos pagado para hacer algo “como siempre” señor…- el furtivo alargó la pausa, esperando que Erik completase con su nombre, o algo similar. El Gangrel, en su lugar, mantuvo el silencio hasta hacerlo incómodo y que la sonrisa de aquel cerdo se borrase.

-No. Han pagado por una presa exclusiva. Ni ciervos ni jabalíes. Han pagado por la impunidad. Han pagado para que yo traiga a este coto de caza exclusivo, presas que ya no están disponibles. Han pagado para cazar un lince.

           El discurso era algo innecesario realmente, pero también era una manera de romper el hielo. De que pudieran justificarse ante sí mismos, dejar a un lado sus trabas morales y ceder ante sus impulsos primarios y salvajes. Erik conocía ese proceso bastante bien, por eso quería hablar con ellos antes. Él también disfrutaba de la anticipación de la caza. Harold había hecho el trabajo real. Comprobar que estaban “limpios” y no había trampa alguna para cazar a Erik. La Inquisición se había vuelto demasiado peligrosa incluso para un nómada. Harold se había ocupado de que los furtivos extremaran las precauciones y nada les enlazase a aquél coto, a aquella noche, a aquel delito. Los coches preparados y sin historial de rastreo posible. Los móviles y gps en una bolsa, aislados.

           Algunas horas después, Mr. Bridges estaba apostado en un lugar que consideraba apropiado. Una pequeña elevación del terreno, cubierta por vegetación baja. Sobre su espalda una lona de camuflaje. En sus manos un rifle de caza con mira telescópica. Un auténtico fan de la igualdad de oportunidades… En la mira del rifle se produjo un movimiento, apenas un destello, pero rápidamente lo siguió hasta ubicar a su presa. Un lince ibérico. Le siguió con la mira durante casi dos minutos. Mr. Bridges siempre esperaba hasta establecer contacto ocular con la presa. Era su forma de disculparse por su inmerecida ventaja. Él no lo sabía, pero no tenía tal ventaja realmente. El lince miró en su dirección. Bridges contuvo la respiración, acariciando el gatillo. La erección que se produjo no le distrajo, siempre le ocurría igual. Era la señal de que había llegado el momento… y sin embargo…

           Súbitamente el lince alzó las orejas y saltó a un lado, corriendo despavorido. Mr. Bridges no llegó a maldecir, pues de repente, sentía frío. Ese tipo de frío que cala en tus huesos y para el que no tienes una explicación racional. Ese tipo de frío que convertía la erección en historia automáticamente. Al darse la vuelta, comprendió qué había asustado al lince. Dos ojos rojizos, apenas rendijas en la oscuridad que le rodeaba, apenas lo único visible de la silueta agazapada que le observaba. Apenas, pero no lo único. La luna iluminó brevemente el lugar de nuevo, y unos dientes blancos, rematados por colmillos, le sonrieron desde las siniestras sombras.

-Tú no has venido a cazar, escoria…

           La misma escena se repitió en otras tres ocasiones. Un Erik saciado, exultante, volvía al punto de encuentro, con Golfo a su lado, contento, sin saber por qué exactamente, pero sin importarle mucho.

-¿Qué tal ha ido, jefe?- Harold estaba acodado en su moto, anunciando su presencia a varios kilómetros alrededor con el tufo de sus cigarrillos. No le preocupaba en exceso.

-Todo según lo planeado. He cenado. Tienes a los otros dos- no era una pregunta. Erik no dudaba de su ghoul a dos patas.

-Tengo a los otros dos- confirmó Harold, tendiéndole dos carteras y un vistoso colgante con inscripción –No llevaban encima nada más que pudiera ser relevante… y me quedo el dinero, claro.

-Claro- el Gangrel asintió con la cabeza, concentrándose ya en el siguiente paso. Se acuclilló de nuevo, y el bosque enmudeció por unos segundos.

Un gruñido gutural que pronto se convirtió en una especie de zureo ascendía desde su garganta. Cuervos, grajos y otras aves acudieron a la llamada. Todas miraban esos ojos rojizos, pendientes de su voluntad, de su petición. Tras unos instantes, acudieron en un pandemonio de plumas y aleteos, gorjeos y graznidos, hacia las manos de Erik. Arrebataron con presteza las carteras y enseres personales de los furtivos, pues ellos ya no las necesitarían.

-Volad…. Volad lejos, hasta las montañas y las costas. Volad y desperdigad los restos que os entrego. Que sean mudos testigos de la perdición de sus antiguos dueños, y que nadie los encuentre cerca de mi territorio…           A unos metros de allí, un par de jaulas enormes descansaban. Jaulas de tamaño humano. Jaulas que ahora tenían ocupantes. La señora Ortega, que ya no tenía tan buen aspecto, y el señor Gómez que no parecía encontrarse mejor, eran los ocupantes. Aún no eran conscientes de ello, pero habían dejado de ser cazadores. Ahora serían la presa de un depredador mucho más terrible. Vástagos que pagarían favores a cambio de cazar seres humanos… en la tranquilidad y la seguridad del coto de caza de Erik, en el corazón del Pardo.

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