06 Ene 5 ENERO 2020
En el oscuro silencio de la noche una vástago camina erráticamente, como un animal enjaulado, en una de las salas de un caserón abandonado. Lleva un teléfono móvil en la mano y si alguien se acercara, podría escuchar el pitido intermitente que indica que no se ha podido realizar la conexión. A sus pies, el cuerpo medio descuartizado de uno de los miembros de la secta Nuevo Despertar se enfría lentamente, dejando un charco de sangre que mancha las suelas de los zapatos blancos del ser que le ha matado.
A nadie parece importarle, se lo tenía merecido, murmuraba alguien, cómo se le ocurre interponerse cuando está tan visiblemente agitada, añadiría otro.
Se lo tenía merecido.
TJ sabía que no era como el resto de vástagos. No solo porque no le gustara vestir de colores oscuros o porque su voz resonara por las salas en las que se reunían por encima de las demás. No solo porque pensara que aquella condición estaba lejos de ser una maldición. No, su verdadera diferencia consistía en que tenía un objetivo. Por lo que había visto en aquellos encuentros, la mayoría de sus congéneres ni siquiera tenían una razón para seguir vivos, lo hacían por inercia, porque se negaban a dejar este mundo… ¿pero ella? Sabía lo que tenía que hacer, por el bien del planeta, pero no lo estaba haciendo.
Habían estado a punto de pillarla porque se lo merecía, porque había sido tonta perdiendo el tiempo en aquellas reuniones infantiles en las que se dedicaban a tirarse de las trenzas los unos a los otros, porque había perdido de vista lo único que importaba: su objetivo.
De repente y con un movimiento rápido, la vástago lanza el móvil contra la pared con fuerza, haciendo que estalle en mil pedazos y mira alrededor, buscando algo que no parece encontrar. Tiene la mirada un poco nublada y la nariz arrugada en una mueca animaloide. Cualquiera que tuviera una percepción lo bastante buena podría haber olido el miedo.
—¡Los planos!— exige con voz gutural, casi un gruñido, pero lo bastante fuerte como para que resuene por el caserío. —Es el momento— añade, esta vez mucho más bajo, como si estuviera prometiéndoselo a alguien.
La actividad en el caserío se vuelve frenética casi al instante, como si los habitantes hubieran despertado de un letargo y TJ observa con satisfacción desde su sillón favorito cómo se afanan en preparar las cosas. Ha vuelto a clavar la vista en su objetivo, y esta vez no va a dejar que se escape su presa.
El plan queda claro unos días después. Tres bombas, con metralla, colocadas en tres sitios estratégicos de la capital, aprovechando las aglomeraciones navideñas y la despreocupación de las fiestas. Todavía cuando hubiera luz en la calle, harían ruido, pero no del tipo que parecía obsesionar al resto de vástagos.
La primera en Sol. Cerca de la conocida ballena de cristal, en alguna de estas agrupaciones de gente que curiosea a los artistas callejeros, donde los turistas se agolpan para hacerse una foto con el oso, donde los adolescentes esperan a que sus amigos salgan del metro, donde los niños lloriquean pidiendo un globo.
La segunda en un tren. Una hora punta cualquiera, un tren cualquiera, saliendo de Atocha, lleno de trabajadores cansados que vuelven a casa, de niños que vuelven de las extraescolares, de los afortunados que tienen el día libre y vuelven a casa después de las compras navideñas. TJ se relame solo de pensarlo mientras mira el horario de trenes en la web de RENFE, es un clásico y a ella le gustan los clásicos.
La tercera es más difícil de decidir, las opciones, las posibilidades se agolpaban en su cabeza ¿cuál sería la mejor opción?¿Un centro comercial?¿Un colegio?¿Un mercadillo de Navidad?¿Un cine?
Lo echan a suertes, entre risas, como si fuera un juego. ¿Qué más da? La única diferencia sería que unos llegarían antes que otros. Al final no quedaría nada, no haría falta, la sociedad se daría cuenta.
Al final se deciden por el cine, el del Palacio de la Prensa, alguien bromea con que quiere ir a ver Frozen II y le asignan la tarea, la misma que al resto de los elegidos: una mochila con un explosivo casero, cargado hasta arriba con metralla, ni siquiera tendrá que estar ahí para que se active, sigue habiendo riesgo, pero es mínimo.
—No quiero perderos, sois importantes para mi— TJ miente con expresión seria, con lágrimas en los ojos causadas por la excitación. Quizás otros se habrían dado cuenta, pero Nuevo Despertar quiere creer en ella y la miran con adoración.
Los ingredientes se compran en puntos distintos, por gente distinta. Llevan gorra y ropa muy neutra, nada que pueda identificarles a primeras. Compran clavos y balines de plástico, pelotas de golf y botellas de cristal, que luego romperan para que sean más eficientes.
La euforia se palpa en el ambiente y cada vez que TJ se alimenta se siente más invencible, más capaz, más esperanzada.
Hacen falta varias pruebas, tutoriales encontrados en la deep web y en sitios web yihadistas, en Libro de Cocina del Anarquista y en libros de química de bachillerato. Las medidas se calculan para hacer el mayor daño posible, saben que es peligroso, que puede detonarse antes de tiempo pero ¿Qué más da? ¿A quién le importa? La anticipación cubre con una capa brillante el miedo. Nuevo Amanecer no le teme a nada. El futuro espera.
El día señalado TJ se despide de los elegidos con un beso y una sonrisa de oreja a oreja. Les dice que todo va a ir bien poniéndoles las manos sobre los hombros. Les aplauden a la salida y los perros corretean detrás de ellos dando saltos, contagiados de la emoción latente. En su sótano, TJ cierra los ojos con satisfacción.
Nadie va a poder volver a decirle que es todo palabrería.
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